María Ana Mogas Foncuberta, tercera hija del matrimonio Lorenzo Mogas y Magdalena Fontcuberta, nació en Corró del Vall-Granollers (Barcelona, España) el 13 de enero de 1827. El hogar era profundamente cristiano y armonioso. Fue bautizada al día siguiente de nacer. A los 6 o 7 años hizo la primera comunión. Este acontecimiento marcó profundamente su espíritu: desde sus primeros años profesó un gran amor a la Eucaristía y a la santísima Virgen.
A los 7 años perdió a su padre y a los 14 a su madre. Al quedar huérfana la acogió en la ciudad de Barcelona su tía y madrina doña María Mogas, viuda y sin hijos; de ella recibió todo el afecto y la participación en la elevada clase social y económica que ella disfrutaba. En la parroquia de Santa María del Mar de Barcelona descubrió su vocación al seguimiento de Jesús, bajo las orientaciones de su confesor, mosén Gorgas.
A los 21 años estaba ya dotada de una rica personalidad humana y espiritual, capaz de asumir los más sagrados y firmes compromisos. Capacitada y orientada hacia la vida de oración, fortalecida con la frecuencia de sacramentos, inserta en la vida parroquial e inclinada a hacer el bien a todos sin distinción, se sentía insatisfecha, su vida no se llenaba con las actividades sociales, religiosas y benéficas que realizaba. Descubrió en la oración que sólo Dios colmaba y llenaba el vacío que experimentaba: él se hacia luz en su camino y la conducía por sendas insospechadas, llamadas «su voluntad», que recorrerá toda su vida sin escatimar el amor y el sacrificio.
Conoció a unas monjas exclaustradas de la Orden Capuchina: María Valdés e Isabel Yubal, que se juntaron para vivir en un cuarto alquilado en Barcelona e intentaban rehacer su vida, dedicándose a la educación de la niñez. Las asesoraba y orientaba el P. José Tous Soler, capuchino exclaustrado. Varios fueron los contactos que se sucedieron hasta que maduró el proyecto.
A las monjas y al P. Tous les parecía María Ana una joven bien dotada, que podía ser una pieza clave en los orígenes de la obra que intentaban realizar. Ella, por su parte, quedó impresionada por la sencillez y humildad franciscanas de aquellas capuchinas. Bien pudiera ser éste el primer brote aparente de la semilla del carisma franciscano que el Espíritu depositara en su corazón y que se iba a desarrollar cumplidamente, imprimiendo un carácter peculiar en todo su ser y hacer. El P. Tous y las religiosas capuchinas expusieron su proyecto al señor obispo de Vic, don Luciano Casadevall, que aceptó gozoso la propuesta de fundación, nombró al P. Tous director general y les ofreció encargarse de una escuela en Ripoll (Gerona).
A María Ana no le fueron fáciles las cosas: la prudencia del confesor para darle su beneplácito para ingresar en una obra sin consistencia canónica, el entrañable cariño de su tía y madrina, y el conocimiento de los riesgos que conllevaba una institución naciente, fueron otros tantos motivos de grandes sufrimientos. Con serenidad y seguridad en la llamada que Dios le hacía, tomó la decisión y su confesor, después de orar y dialogar con el P. Tous, le dijo: «Vete, María Ana, te llaman para fundar».
El 13 de junio de 1850, acompañada del P. Tous, María Ana se encamina a Ripoll, 15 días después de que lo hicieran sus primeras compañeras para iniciar su vida religiosa.
Las primeras religiosas aparecen en la villa de Ripoll como «señoras de enseñanza»; el proyecto fraguado en Barcelona no es del agrado de la Corporación —en su mayoría ateos o indiferentes—, pero ellas, intentaban llevar, dentro, una vida rigurosamente monástica. El Ayuntamiento no cumple con los compromisos económicos pactados; llegan a pasar hambre y hasta se ven obligadas a pedir limosna. De estos primeros momentos deben ser los apuntes de su cuaderno de notas espirituales: «Afianzad, Señor, y asegurad los pasos que he comenzado a dar en el camino de vuestro servicio de tal forma que ninguna cosa de este mundo sea capaz de dar mis pies atrás».
Pasados los tres primeros meses de su establecimiento en Ripoll, aconsejadas por el P. Tous y el párroco de la villa, ven necesario que una de ellas las dirija, organice y se responsabilice de todo lo concerniente a la vida espiritual, apostólica y organizativa de la comunidad y la escuela. Se preparan a la elección con oración y reflexión previa; asisten algunos sacerdotes y autoridades. La elección recae en la novicia María Ana Mogas; repiten el acto hasta tres veces y queda elegida superiora de la naciente institución la joven novicia, aunque no se le informará de ello hasta que haga sus votos el 25 de junio de 1851.
Algún tiempo después, las exclaustradas se retiran a monasterios de su orden y María Ana, con obediencia al director general, toma las riendas de la institución que se va perfilando con las características propias de un nuevo carisma en la Iglesia, de inspiración marcadamente franciscana, vitalmente mariana. María, la Virgen Madre, Divina Pastora, es considerada por la fundadora y sus compañeras Suprema Abadesa del Instituto.
En Ripoll, María Ana se ve precisada a pasar exámenes de Magisterio para ostentar la dirección de la escuela. Ella, con la amplia cultura que posee, los realiza con tal brillantez que obtiene el título de maestra con óptimas calificaciones, confirmándose en educadora de niños, preferentemente pobres y necesitados. En todo lo que realiza busca siempre la gloria de Dios y la salvación de los hombres.
El Señor va dotando al instituto con nuevos miembros y, recibida la primera formación que cuida atentamente la madre Mogas, se hacen —por variados motivos— otras fundaciones: Capellades, San Quirico, Barcelona…
Pero la andadura del instituto, con la madre María Ana al frente, va a caminar con paso firme y seguro hacia otras tierras. Los acontecimientos se suceden y tienen que ser leídos en clave de voluntad de Dios. Así lee la maestra. El obispo dimisionario don Benito Serra busca religiosas para que se hagan cargo de una obra iniciada por él con la colaboración de una señora de la nobleza profundamente piadosa y caritativa, doña María Antonia Oviedo.
La obra en cuestión es para regenerar a las jóvenes que se han iniciado en la prostitución. Esta obra está en Ciempozuelos (Madrid). Don Benito Serra se dirige a su buen amigo el P. José Tous, le expone su proyecto para ver si es posible que las religiosas Capuchinas de la Divina Pastora atiendan la naciente institución a la vez que la escuela donde reciben enseñanza los niños del pueblo. El instituto tiene ya bastantes hermanas; el P. Tous acepta la propuesta y con la madre María Ana Mogas, alma de la fundación, que encabeza el grupo de cuatro religiosas, viaja a Madrid el 10 de diciembre de 1865.
En Madrid, pasados los primeros días, se suceden y agravan las dificultades; la principal es que María Ana no encuentra su lugar inspiracional. Ora, discierne, consulta, sufre, comunica al P. Tous los sucesos. Dios se hace presente en su corazón con santa paz. Le ayudan a tomar decisiones firmes el consejo de santos confesores y hombres de oración. ¿Qué quiere el Señor para el instituto que le ha confiado? En este dilema le ofrecen una escuela de gratitud en Madrid y, después de comunicárselo al P. Tous, la acepta, dejan Ciempozuelos y se van a vivir a la calle Juanelo en Madrid.
Las distancias, la falta de comunicación periódica entre las hermanas de Barcelona y Madrid, la buena voluntad del P. Tous de evitar que las hermanas conocieran los sufrimientos y dificultades que concurrían en las hermanas de Madrid, fueron la causa de la ruptura entre las comunidades, formándose así dos ramas diferentes: Franciscanas Capuchinas de la Divina Pastora en Barcelona y Franciscanas de la Divina Pastora en Madrid, con constituciones propias, aprobadas por los respectivos ordinarios. Esta ruptura abrirá un surco de grandes dolores y sufrimientos morales y hasta físicos en la vida de la fundadora, quien confiada en la fuerza del Espíritu, guiará y conducirá por caminos de amor y sacrificio en el fiel cumplimiento del carisma recibido a las hijas que el Señor le confía.
En Madrid realiza sucesivos traslados de residencia, buscando siempre el mayor bien para la educación de la juventud, preferentemente pobre y necesitada. Actúa constantemente con ánimo sereno, rectitud de corazón y seguridad en el cumplimiento de la voluntad de Dios sobre ella y sus hermanas. Su oración nos revela su estado interior: «Dadme, Dios mío, un corazón puro, acompañado de recta intención».
El instituto se va enriqueciendo con nuevas vocaciones y sus miembros se van formando en la práctica de las virtudes características del carisma recibido por la fundadora. María Ana educa y modera con firmeza y dulzura a las recién llegadas, sostiene en sus flaquezas y anima y estimula con el ejemplo, la oración y la palabra. La virtud y buen hacer de María Ana y sus hermanas es el reclamo para que varios prelados españoles las llamen a sus diócesis y, todavía en vida de la fundadora, cuando su salud física declina, su obra adquiere fortaleza y arraigo: Fuencarral (Madrid), Córdoba (fundada para la atención de enfermos en sus domicilios), Toledo, Santander y otros pueblos abren sus puertas a la madre Mogas y a sus hijas.
La caridad fue el faro que iluminó su vida. Todos cuantos la trataron descubrieron que de su oración y contemplación del Dios Amor, se derramaba en ella la suavidad y dulzura de una madre que atendía a todos —sin distinción—, que tenía una sensibilidad especial y un trato delicado para dar preferencia a los más necesitados de bienes espirituales o materiales.
Llegado el momento de su partida al Padre, agotada físicamente por la enfermedad que padeció los últimos ocho años de su vida, la madre Mogas, con la seguridad del deber cumplido como educadora y pedagoga del carisma recibido, dicta su testamento que es cuidadosamente recogido por las hermanas allí presentes y transmitido a las generaciones venideras: «Hijas mías: amaos como yo os he amado, sufríos como yo os he sufrido. Caridad, caridad verdadera, amor y sacrificio».
Es el 3 de julio de 1886, en la villa de Fuencarral (Madrid), cuando a las 12 del mediodía Dios nuestro Señor hace realidad su deseo tantas veces expresado en la oración jaculatoria: «¿Cuándo te veré, Dios mío, cuándo?».
Que su testimonio de caridad —amor y sacrificio— fortalezca nuestro caminar por las sendas de las virtudes que la condujeron al gran día de la manifestación solemne de su bienaventuranza, que aquí, con gozo, celebramos con toda la Iglesia.
[El 6 de octubre de 1996 fue beatificada María Ana por el papa Juan Pablo II, quien estableció que la fiesta de la nueva Beata se celebre el 6 de octubre].